Seguramente muchos de ustedes no saben que soy hijo de un tostador y que mi amor incondicional por el café viene desde la infancia. Un amor que probablemente nació sin que me diera cuenta, en alguna mañana de sábado cuando mi papá me dejaba acompañarlo al tostadero y pasaba horas en trance, observando la hipnótica danza de los granos dentro de la tostadora, envuelto en el embriagador aroma a café recién tostado. Tal vez sucedió mientras estaba recostado al tope de la pila de bolsas de arpillera llenas de granos verdes y miraba pasar las nubes a través de la claraboya del depósito. Posiblemente esa relación entrañable fue creciendo durante las tardes de martes o viernes, cuando accedía a regañadientes a que lo acompañara “al centro” y pasaba horas sentado en la barra de bares míticos de Buenos Aires, observándolo probar cafés y calibrar las máquinas de espresso mientras yo engullía una sucesión de tostados y licuados de banana que me ofrecían los mozos y encargados. Seguramente fue un conjunto de todas esas cosas.